14 de enero
Historia 1
Enero de 2020. En Villa Gesell, un grupo de jóvenes varones deciden comenzar una pelea a las trompadas a la salida de un boliche.
¿El motivo? Dentro del local atestado de personas, Fernando Báez Sosa empujó sin querer a uno del grupo de agresores.
¿El resultado? La muerte de la víctima por la golpiza recibida.
Historia 2
Abril de 2017. Durante el partido de fútbol entre Belgrano y Talleres que se disputaba en el Estadio Kempes, Emanuel Balbo increpó a Oscar Gómez, pues este había sido el autor de la muerte del hermano de aquel en un accidente de tránsito. Gómez comenzó a gritar que Balbo era un infiltrado y, en escasos segundos, una turba de hinchas comenzó a golpearlo ferozmente.
¿El motivo? Los agresores creyeron (falsamente) que Balbo era hincha de Talleres que se encontraba en la tribuna de Belgrano.
¿El resultado? Emanuel Balbo muere dos días después en el hospital.
Historia 3
Enero de 2023. En las inmediaciones del anfiteatro en el que se desarrolla el Festival de Doma y Folklore de Jesús María, una patota ataca a Agustín Ávila y a su madre.
¿El motivo? Según el relato de testigos, un joven golpeó a Agustín y le robó la gorra. Al perseguir al agresor, el adolescente se encontró con un grupo de 20 personas (serían todos menores de edad) que lo golpearon y lo tiraron al piso.
¿El resultado? Agustín falleció por un puntazo en el cuello.
¿Qué comparten estos trágicos episodios policiales? Existen vasos comunicantes que nos permiten hilvanar las historias a pesar de ser desarrolladas en lugares y tiempos distintos, con diferentes protagonistas. También es cierto que hemos elegido solo tres por una cuestión de espacio, pero podríamos hacer un relevamiento de casos similares que no son pocos.
En primer lugar, se trata de casos de violencia urbana en los que tanto las víctimas como los victimarios son jóvenes y varones. A su vez, son casos con resultados fatales, puntos de no retorno, tanto la víctima que perdió la vida, pero también para los victimarios, que deberán afrontar un proceso judicial que los conducirá seguramente a pasar muchos años de su vida privados de libertad.
En segundo lugar, habría que preguntarse por qué un grupo de jóvenes está dispuesto a darle muerte a otro por temas tan banales como una pelea dentro de un boliche o creerlo parte de otra hinchada. En este punto, es fundamental indagar cómo se ha construido de manera hegemónica la masculinidad. Se es varón en tanto otros varones reconozcan este título y el título es reconocido, entre otros aspectos, por la producción de violencia contra otros varones. Escaparse de una pelea o evitar una confrontación implica reducir la masculinidad en sangre, lo que lo hace pasible de burlas que feminizan al sujeto. El macho debe enfrentar con violencia a otros machos para ser llamado como tal. La respuesta a porqué hombres dañan a otros hombres por motivos aparentemente banales no hay que buscarla en la biología ni la genética, sino en la sociología: la existencia de mandatos sociales que otorgan reconocimiento y prestigio a quien los cumple, y oprobio y deshonra a quien no los cumple.
En tercer lugar, el hilo que enlaza las historias se conecta con una frase de Zygmunt Bauman que dice: “Qué seguro y cómodo, acogedor y amistoso parecería el mundo si los monstruos y solo los monstruos perpetraran actos monstruosos”. Ninguno de los autores de tan horrendos hechos de nuestras historias salió de su casa pensando que iba a cometer un acto monstruoso. Varios de ellos pueden haber sido buenos hijos, buenos padres, buenos vecinos. Eran personas normales que, en un determinado contexto, cometieron un crimen. Imagino que los autores de estos hechos se arrepentirán toda su vida por lo que hicieron; si no es por un sentimiento de piedad por la víctima, quizás sí por las consecuencias que deben afrontar. Es agradable pensar que solo los asesinos cometen asesinatos, pero la mayor parte de los homicidios son perpetrados por gente normal. Esto no los hace ni moral ni jurídicamente menos responsables.
Una hipótesis similar es la que esboza Hannah Arendt para analizar un caso mucho más extremo, el de Adolf Eichmann, quien fue juzgado en Jerusalén por haber sido el arquitecto del campo de concentración nazi más enorme del mundo. Cuando Arendt cubrió como periodista el juicio, advirtió que Eichmann no era el monstruo que todos los medios de comunicación describían. Dice Hannah Arendt en el libro Eichmann en Jerusalén: “Lo más grave, en el caso de Eichmann, era precisamente que hubo muchos hombres como él y que estos hombres no fueron pervertidos ni sádicos, sino que fueron, y siguen siendo, terrible y terroríficamente normales”.
Esto es precisamente lo más aterrador del mundo: que cualquiera, en determinadas circunstancias, sin ser un monstruo, puede cometer monstruosidades.
La pregunta que flota en el aire es cómo evitar que cometamos monstruosidades. La sobreexposición mediática del caso de los rugbiers que mataron a Fernando Báez Sosa puede ser lo que casi siempre son las notas periodísticas: la narración del horror morboso con el único propósito de entretener en medio de un mes en el que no hay casi noticias. Pero también tiene la potencia de constituirse en una oportunidad para ejercer el pensamiento crítico y la reflexión. Para ello, no hay que pensar que solo los asesinos cometen asesinatos, sino que cualquiera de nosotros, en cumplimiento de mandatos sociales, podría hacerlo.
Hannah Arendt plantea que la reflexión intersubjetiva es lo que puede llevarnos a evitar ejercer el mal desde la banalidad, es decir, desde la trivialidad de cumplir un rol asignado. La reflexión no es una simple actitud contemplativa, sino que debe involucrar a otros. Por eso, resulta fundamental que esto se discuta en la escuela; en los club de rugby y de fútbol y de esgrima; en la mesa familiar; en la oficina; en el bar con amigos. Discutir cómo la masculinidad ha impuesto una serie de mandatos que puede transformar personas terrible y terroríficamente normales en asesinas.
Existe una enorme enseñanza que los organismos de derechos humanos legaron al concepto de justicia: para que haya justicia, debe existir nunca más. Ese grito potente es lo que debería guiar nuestras reflexiones. El horror no se evita transformándonos en jueces del caso que, por cierto, ya tiene los suyos. Ni en formar parte de una turba linchadora que exige más castigo, pues esa es la parte de la misma lógica que asegura la continuidad de la violencia.
El horror se evita si tenemos la capacidad de comprender cómo las violencias otorgan prestigio a determinados sujetos y si somos capaces de deconstruir esos mandatos tan arraigados en nosotros.
Fuente: Lucas Crisafulli para La tinta / Imagen de portada: A/D.