Política

Todos los migrantes caminan con dios

25 de febrero

No todas las salidas son por un aeropuerto, ni con un pasaje, ni con documentos. La realidad de los migrantes de América Latina que llegan a Estados Unidos es, en muchos casos, un riesgo de muerte y una supervivencia en simultáneo. Cada vez son más, y cada vez es más peligroso.

Alondra, de cinco años, se ríe. Con una mano se lleva una ciruela a la boca, con la otra gira sobre un poste plateado frente a la entrada del edificio de la Cruz Roja en el barrio de Hell’s Kitchen de Manhattan. Cristina, su mamá, la peinó con dos colitas. Las zapatillas de Alondra hacen luces. Se las donó una organización de ayuda a migrantes, una de las tantas saturadas de solicitudes y demandas. Pisa fuerte y se encienden, muestra orgullosa, vuelve a pisar. Ella, sus dos hermanos y su mamá caminaron toda la mañana perdidos por Nueva York buscando la escuela que el distrito le asignó a los chicos. Nunca la encontraron.

En realidad caminan hace meses, desde que Cristina decidió irse de Venezuela a pie con sus tres hijos, todos menores de 10 años. Dice por lo bajo que durante el cruce por la selva del Darién los chicos estuvieron cuatro días sin comer, ella algunos más.

—¿Nadie te ayudó en la selva?

—En el Darién nadie te espera.

—Entonces, ¿viniste sola?

—Con Dios.

Cristina tiene los ojos inundados y la garganta cerrada hace mucho, mucho antes de perderse en Manhattan, mucho antes de pedir asilo en Estados Unidos, mucho antes de saber que serían de los últimos venezolanos en cruzar antes del nuevo programa de Joe Biden.

—Dile las palabras que sabes en inglés. ¿Cómo se dice rojo?

—Red -ríe Alondra, con sus dientes de leche y vuelve a girar en el poste.

Es octubre, casi mediodía y los 10 grados anticipan el frío del invierno neoyorkino. Ni ellos ni ningún migrante llega con su propio calzado y abrigo: es muy normal que les quiten todo cuando cruzan la frontera sur entre México y Estados Unidos. A algunos, incluso, les sacan la ropa interior.

Después de los controles de la Policía Migratoria (conocida como ICE, por sus siglas en inglés), Cristina y los chicos llegaron a Texas. Pocos días después, por disposición del gobernador republicano de ese estado, Greg Abbott, fueron enviados a Nueva York en colectivos que los dejaron en Port Authority, una estación de buses a metros de los turistas y de los carteles luminosos del Times Square. Al bajar del vehículo hacinado después de más de treinta horas de viaje, Cristina y sus tres hijos empezaron a caminar sin saber hacia dónde, como lo hicieron los casi 20.000 migrantes latinoamericanos que llegaron a esta ciudad en la segunda mitad de este año. Caminaron escuchando un idioma incomprensible buscando dónde dormir, qué comer, cómo abrigarse.

Escapar del shelter
Cuando todavía estaba en Nueva York, David salía de su albergue para hombres solos (‘el chelter’, como le dicen él y todos los venezolanos) cada día a las 8 de la mañana. Lo obligaban, ya que los albergues cierran de 8 a 16. Luego permiten que todos vuelvan hasta las 20, cuando vuelven a cerrar. Quien no llega antes de esa hora se encuentra con sus cosas tiradas en la calle.

En Estados Unidos hay once estados que se proclamaron “santuario”, es decir, que limitan su cooperación con las autoridades federales de inmigración. Además, desde 1979, existe en la ciudad algo llamado “derecho al albergue”, que compromete al Estado a dar techo a quien lo necesite en los shelters, refugios para gente en situación de calle. En agosto de este año, el número de personas homeless era de más de 55.000.

En los albergues conviven personas sin techo de Nueva York con los migrantes recién llegados, lo que genera problemas y alienación. David pasó más de un mes sin tener una conversación con otra persona, por idioma, cultura o miedo. Durante los días en el shelter encaraba las calles de East Williamsburg, en Brooklyn, y pateaba. Horas y horas, sin hablar con nadie. A la noche volvía y solo miraba sus cosas, sin levantar la vista, para no tener problemas con nadie.

No sabe inglés, como la mayoría de sus compañeros de ruta. Antes de llegar caminando a Estados Unidos su rutina incluía levantar peso y entrenar, ahora no, ahora solo camina. Caminó también el día que decidió irse de Nueva York, luego de un episodio de violencia en su albergue donde murió una persona.

Se subió a un micro durante 15 horas y se fue a Indianápolis, donde vive un amigo. Ahora trabaja colocando ventanas en una construcción mientras espera la resolución de su caso migratorio.

Cuatro intentos fallidos
En Centroamérica, es raro encontrar a una persona que no tenga algún familiar viviendo en Estados Unidos o que alguna vez haya intentado migrar. Eso lo sabe William. El flujo migratorio es constante, al menos desde 1980. Con el desplazamiento y la inestabilidad económica que causaron las guerras civiles regionales, en las que Estados Unidos estuvo involucrado, el éxodo hacia Norteamérica se consolidó. A la lista de tragedias se le sumó el huracán Mitch en 1998, dos terremotos en 2001, los huracanes Eta e Iota en 2020, las sequías, la corrupción, las pandillas, y las altas tasas de homicidio.

William decidió irse después del huracán Mitch. Tenía 18 años. “En ese entonces se puso bien difícil en el país, había extrema pobreza porque el empleo se vino abajo. Un amigo se venía para el Norte. Gracias a Dios nos vinimos, pasamos todo México en tren, en la Bestia, y logramos llegar a Tamaulipas, por el Río Bravo”.

Trabajó en Miami, pero extrañaba mucho a su hija recién nacida. Volvió a Honduras y se puso a trabajar como taxista en una flota que tenía su papá. Dice William que en ese momento no había tantas extorsiones, que era un país más sano, que se podía ir a trabajar tranquilo. Pero en 2002 se empezó a complicar otra vez. Y cuatro años después las extorsiones se convertirían en el gran problema de la seguridad hondureña. La pandilla Barrio 18 amenazó con asesinar a un compañero y negociaron ofreciendo pagarles 6000 lempiras semanales, que equivalen a unos 300 dólares. Cuando llegó al territorio la otra gran pandilla, la Mara Salvatrucha, empezó a exigir el mismo pago. Se hizo imposible. William decidió emprender de nuevo el camino a Estados Unidos.

La “caravana migrante” llegó a las noticias y el mismísimo Donald Trump intentó frenarla; William, acusado de ser uno de los promotores, ni siquiera pisó Estados Unidos. “Me agarraron en Tapachula [México] porque me dijeron que andaba como organizador. Me golpearon, me metieron al [centro de detención] Siglo XXI, me llevaron a Ciudad de México y de ahí a Honduras, diciendo que yo tenía una orden de captura en el país. Me entregaron a las autoridades y me dejaron tirado ahí, porque no tenía orden de captura”.

El año pasado, después de cuatro intentos de migración y sucesivas deportaciones, le otorgaron el Parole (Permiso Humanitario o de Beneficio Público Significativo para Personas que Están Fuera de Estados Unidos). Pero, según advierte la página web del Servicio de Inmigración y Ciudadanía de los Estados Unidos (Uscis), “una persona que viene a Estados Unidos bajo una autorización de permiso de permanencia temporal no ha sido admitida formalmente a Estados Unidos para propósitos de la ley de inmigración”. Es una entrada condicional y por un tiempo limitado. Quienes ingresan al país con Parole tienen que presentarse en la Corte de Inmigración en menos de un año para dar comienzo a su caso de solicitud de asilo y conseguir un permiso de trabajo. Si en ese tiempo no se presentan, lo pueden volver a deportar.

Cuando supo que le habían otorgado el Parole, William agradeció a Dios y viajó desde Tijuana hasta Dallas. Pero en Dallas le robaron el auto, todas sus herramientas y sus papeles. Volvió a quedarse sin nada. Entonces decidió volver a Carolina del Sur, la ciudad a la que había migrado en 1998, a sus 18 años.

Ahora apenas está empezando de nuevo. Sus dos hijas viven en Honduras con sus abuelos. Él tiene trabajos temporales, no tiene forma de ahorrar ni capacidad para pagar un abogado. Ya pasó un año y todavía no consiguió quien lo represente. Ahora está desesperado por presentarse en la Corte de Inmigración para defender su caso e intentar conseguir el asilo.

“En este país uno puede realizar sus sueños”, dice William, como si su historia no dijera todo lo contrario.

Un tapón para los venezolanos
—Yo sí sabía todo lo de la selva, yo veía muchos videos de la gente atravesando el Darién. Pero otra cosa es vivirlo.

Las luces del Times Square iluminan la cara de Darío mientras habla. No sonríe. Se refriega cuando aparecen las lágrimas. Hace poco más de un mes que llegó a Nueva York, pero nada se parece al sueño americano. Vive en un albergue en el Bronx con otras personas que tienen VIH, en una pieza pequeñísima donde no se puede cocinar, con baños compartidos donde contrajo una infección genital.

Decidió salir de Venezuela hace tres años, primero para Chile, juntar plata y llegar a Estados Unidos. En su ciudad tenía dos trabajos que no le alcanzaban para mantener a su hermana, su sobrino y su mamá. Años atrás había sufrido un ataque de odio donde casi lo matan: “Me dejaron literalmente viendo estrellitas, si no corría me masacraban ahí”.

En Chile conoció a Lisandro por Facebook. Empezaron a hablar, la conversación fluía. Se enamoraron, y se casaron el 19 de noviembre de 2021. “‘Papi, la fecha: vamos a cumplir un año de casados’, me dice él. Yo acá y él allá. Eso me tiene muy mal ahorita. Yo estoy aquí pero no estoy aquí, mi mente está en otro lado”.

Mientras habla, suena el teléfono. Lisandro lo llama desde Paso Canoas, un pueblo de Costa Rica en la frontera con Panamá. Quedó varado con nueve pastillas de antirretrovirales y sin dinero. Intenta no vivir en la calle, y por eso Darío está preocupado.

El 12 de octubre, a menos de un mes de la llegada de Darío a Nueva York, el Departamento de Seguridad Nacional de Estados Unidos amplió el Título 42 para venezolanos. Traducción: la frontera de Estados Unidos está efectivamente cerrada para las personas venezolanas, con excepción de un cupo de 24.000 que cumplan una serie de requisitos imposibles: contar con una “persona de apoyo” o sponsor en los Estados Unidos que demuestre la capacidad de proporcionar apoyo financiero durante los dos años del período de admisión humanitaria, no haber recibido una orden de expulsión de Estados Unidos en los últimos cinco años, tener un pasaporte válido de Venezuela que permita la entrada por vía aérea y tener la capacidad de pagar su propio pasaje.

El día del anuncio Lisandro estaba en el medio de la selva, incomunicado, en un camino que debía durar cuatro días pero ya iba por el sexto. Darío no sabía nada de él. Le había mandado plata para que tomara la ruta más cara y más fácil, pero no sabe qué pasó. “Apareció llorando, flaquitico, parecía un indigente de la calle. En dos ocasiones casi se ahoga. Él no sabe nadar, y vio cuando el río se llevó a unos niños. Salió traumado de ahí”.

El Título 42 fue una política del gobierno de Trump, una «regla sanitaria», para prohibir la entrada de migrantes indocumentados que buscaban asilo, con la excusa de evitar los contagios de Covid-19. Biden la mantuvo e incluso la amplió. Pero un mes después de esa ampliación a venezolanos, un juez federal ordenó bloquear el Título 42, por considerarlo “arbitrario y caprichoso”, y le dio al gobierno cinco semanas para “adaptarse”. Pero lo cierto es que la situación es todavía de incertidumbre. Menos de una semana después del anuncio, quince estados con gobiernos republicanos se presentaron a la Corte Federal pidiendo que se mantuviera la normativa “sanitaria”.

Lisandro viajó después que Darío porque no llegaron a juntar plata para los dos. El cálculo para encarar la ruta migratoria era incierto: estimaban con mil dólares cubrir los transportes, las extorsiones de grupos armados y de las policías de cada país que cruzan (Colombia, Panamá, Costa Rica, Nicaragua, Honduras, Guatemala, México), comida, albergues, Internet (en la selva: un dólar la hora de wifi, dos la hora de cargador). Fueron 33 días. Entró por Texas y llegó a Nueva York en uno de los colectivos que envió el Gobernador Abbott como gesto de intimidación a los demócratas de los estados azules. “Si tanto les gustan los migrantes, acá los tienen”.

Darío llegó antes de que el presidente Joe Biden lanzara el “Nuevo Proceso Migratorio para personas venezolanas” y se puso a buscar trabajo, aunque legalmente no estaba habilitado. Conoció a un puertorriqueño que lo ayuda consiguiéndole casas para limpiar. Ahora solo piensa en su marido, que sigue varado en Costa Rica, en traerlo, en conseguir comida para su día a día, dinero para mandarle por Western Union a otra persona para que se lo haga llegar. Lisandro no se puede arriesgar a seguir viaje, por más de que ya se esté quedando sin pastillas. Quienes pasen las fronteras desde la fecha del anuncio, dijo el gobierno de Estados Unidos, nunca más serán elegibles para entrar al país.

Cuando todavía estaba viajando, al cruzar a Texas, Darío miró a un oficial de migración y lo saludó.

—Buenas tardes.

—Ningún buenas tardes, ustedes aquí no son bienvenidos.

Le dolió la frase, pero todavía no sabía que la respuesta era literal.

Elena no quería migrar
A fines de octubre de 2018, Elena iba caminando a su trabajo como policía de tránsito cuando vio pasar la caravana de cientos de migrantes por el periférico de Ciudad de Guatemala. Solo los miró. Todavía no tenía intención de irse a ningún lado.

Pero entonces pasó lo que pasó: intentaron secuestrar a Karen, su hija de 15 años, después de que denunciara a dos hombres que la drogaron y abusaron de ella. La resolución judicial de esa denuncia fue que su mamá debía tomar un “curso para padres”, porque se la pasaba trabajando y no cuidaba de sus hijos. Elena hacía turnos de hasta 72 horas para mantener a Karen y a sus tres hermanos.

Pero el día del intento de secuestro Elena decidió que ella, Karen y Miguel, su hijo de 14, se irían. Vendió un celular por 150 dólares y empezaron la caminata hacia el Norte. “Nosotros nos encontramos con la caravana. Dios lo puso a tiempo todo”. Alcanzaron la caravana con miles de centroamericanos en Tapachula, en la frontera entre México y Guatemala.

Tardaron casi dos meses en hacer 4175 km desde la Ciudad de Guatemala hasta Tijuana. A pie, haciendo dedo o tomando camionetas llenas de migrantes como ellos, parados, sosteniéndose con palos, sin ningún tipo de seguridad, durmiendo en albergues o en la calle.

Elena y su familia entran en las estimaciones de la División de Población de las Naciones Unidas según las cuales Estados Unidos es el destino principal para los migrantes centroamericanos. Un destino al que llegan después de caminar por meses.

Cuando llegaron para cruzar el muro de México a Estados Unidos, Elena miró hacia arriba y pensó que no era tan alto. Al subir, se le enganchó el pantalón y una pierna quedó trabada. Miguel la ayudó a destrabarse, y cayó con todo su peso del otro lado, pero antes se enganchó con el alambre de púas. La herida fue tan profunda que Elena dice que podía ver su hueso. No paraba de sangrar.

Ya del otro lado del muro siguieron caminando con la intención de entregarse a la Policía Migratoria. Pero nadie los detenía. Sabían que los estaban viendo, pero no bajaban de sus puestos de control. Hasta que un oficial que hablaba español se acercó:

—¿Qué es lo que vienes a buscar?

—Yo vengo a buscar asilo −respondió Elena, con sangre en una mano y los papeles en la otra.

Los llevaron entonces a La Hielera, el nombre con el que se conoce a los centros de detención de migrantes indocumentados que hay en los cruces de la frontera. Elena sentía escalofríos del dolor, pero intentaba no llorar frente a Karen y Miguel. “Te tienes que aguantar, muchacha, que si te llevamos al hospital te deportan”, le dijo el oficial de migración. Aguantó.

Después de días en distintos centros de detención, los dejaron en una iglesia. Los tres llegaron primero a San Diego, California, para luego seguir hacia Nueva York, donde vivía un tío que los alojaría: fueron 4466 kilómetros en un colectivo que tardó casi una semana. Los dejaron en Port Authority en Manhattan, la misma estación donde llegó Alondra con su mamá, donde llegan todos los migrantes en Nueva York, un 9 de diciembre helado, el día que Miguel cumplía 15 años. Sus otros dos hijos, hoy de 10 y de 13 años, ingresaron a Estados Unidos dos años después, pandemia mediante, con un coyote, cruzando a pie por México. Por cada uno pagaron 5000 dólares.

Hoy viven los siete en un departamento de tres ambientes en Brooklyn. Karen, con su hijo de un año y medio en brazos, revisa el celular donde tiene la aplicación de ICE, la Policía Migratoria, que la monitorea a través de una tobillera electrónica. Está bajo el programa “Alternativas a la Detención”: esa policía vigila a los migrantes con tobilleras, celulares, reconocimiento facial, verificación de voz, controles presenciales, visitas domiciliarias y restricciones de movilidad. Durante el primer año de la administración del presidente Biden, el programa ATD pasó de tener 86.548 personas a 157.157.

En 2020, el 80% de las personas en ATD eran de Guatemala, Honduras, México y El Salvador. Un año después, el número de vigilados creció, pero la nacionalidad cambió: los venezolanos que migraron de manera ilegal y están siendo controlados por ICE pasaron de 608 a 15.884.

Aún hoy, cuatro años después de haber sangrado en el muro, Elena y su familia continúan bajo el régimen de solicitud de asilo. Sus chances, como las de casi todos los migrantes latinoamericanos que llegan a Estados Unidos, son bajas. En Nueva York el promedio del plazo de resolución de las solicitudes de asilo es de 46 meses. Esto es: casi cuatro años. La aplicación para solicitar el asilo es gratis, pero ningún migrante la puede hacer solo. Primero por el idioma, y luego por el tiempo que se tarda. Tienen que encontrar abogados de inmigración gratuitos o baratos para empezar el proceso. Y “barato” puede ir de 3000 a 10.000 dólares. Elena todavía espera que el proceso avance, mientras sigue endeudándose cada día por miles de dólares.

El bebé de Karen está sentado en el piso con los juguetes que le entregaron los trabajadores del centro de salud. Una telenovela mexicana que a la hermana de Elena le gusta ver a todo volumen invade el departamento. Una rata se mueve rápida por la cocina. Karen llega de su trabajo en la construcción y le paga a su madre 50 dólares por cuidar a su hijo. Las dos trabajan en construcción y pintura. La plata que juntan por día no llega a los 170 dólares cada una. Pero no hay día que puedan trabajar las dos, porque una se tiene que quedar con el bebé. Con lo que ganan pagan el alquiler, las cuentas, los abogados.

“Muchas personas dejan sus países de origen debido a la escasez de buenos trabajos, las altas tasas de violencia y el deseo de reunirse con sus familias. Y luego, una vez que llegan aquí, se encuentran con barreras culturales, específicamente el idioma y la educación, además de las regulaciones que son realmente complicadas, lo que significa que es difícil evitar la deportación”, explica Nicole Catá, directora de Política de Derechos de Inmigrantes en la organización The New York Immigration Coalition.

“Nunca soñé con venir aquí, vinimos por nuestra seguridad. Yo no tenía el sueño americano. Estudiaba, trabajaba. Me gustaba mi vida a pesar de todo”, dice Karen. “En Guatemala éramos pobres pero felices”.

Fuente: revistacrisis.com.ar

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