Política

Los marxistas cambiaron nuestro modo de comprender la historia

22 de noviembre

Mientras que los guerreros culturales de la derecha populista gustan de creer que el marxismo domina nuestras universidades y nuestras instituciones culturales, la verdad es que su presencia contemporánea es más bien marginal. Hoy son pocos los académicos que aceptan acríticamente el título de «marxista». Menos todavía son los que siguen una línea partidaria. En la disciplina de la historia en particular, el enfoque marxista hoy tiende a ser criticado como económicamente determinista e incapaz de dar cuenta de la agencia humana, y acusado de reducir complejos desarrollos históricos a los procesos inmutables de los sistemas económicos. En las interpretaciones más groseras de los escritos de Marx, toda ideología, ley, política, cultura y sociedad civil es reducible a una forma de maquillaje de la base económica; el estudio del desarrollo histórico se transforma en una ciencia inalterable, únicamente accesible mediante la comprensión marxista de la explotación económica.

Aunque los que sostienen este enfoque sean solo los teóricos marxistas más dogmáticos y menos perspicaces, fue cuestionado con pasión por algunos de los historiadores más importantes del siglo veinte. Reunidos primero en el Grupo de Historiadores del Partido Comunista, los historiadores marxistas británicos (entre sus luminarias estaban Maurice Dobb, Rodney Hilton, Christopher Hill, Eric Hobsbawm y E. P. Thompson) tuvieron grandes ambiciones en el mundo de la investigación histórica y en el del activismo político. Apuntaban a superar el modelo vulgar de base-superestructura, que era un ancla para la teoría marxista, ampliar el concepto de clase en nuestra comprensión del pasado y recuperar las luchas y las ideas olvidadas de las clases trabajadoras. Como comprobamos en la nueva edición del clásico estudio de Harvey Kaye de 1984, los historiadores marxistas británicos fueron autores de una importante tradición teórica mucho más matizada de lo que admiten sus detractores, una tradición que todavía tiene mucho que enseñarnos sobre el estudio de la historia y sobre el valor de este estudio para la política radical contemporánea.

Como demuestra Kaye, los historiadores marxistas británicos hicieron un aporte a la vez académico y político. En el nivel más básico, expandieron los horizontes de la investigación, la escritura y la comprensión históricas. Durante demasiado tiempo la historia había estado limitada al estudio de las élites políticas dominantes, las campañas militares y las intrigas diplomáticas. Casi nunca consideraba la vida de la gente común. Expandieron el rango tradicional de la investigación histórica, los historiadores marxistas británicos intentaron descubrir una «totalidad social» del pasado más compleja y representativa. Maurice Dobb, por ejemplo, llevó el estudio de la historia económica a una definición más abarcadora del capitalismo como relación social históricamente específica, y así dio comienzo al enfoque interdisciplinario que hoy domina la academia. Esta expansión del rango de la historia también estuvo en el origen del concepto políticamente más potente de esta tradición: la historia desde abajo.

Centrándose en la obra, las vidas y las ideas de la gente común, los historiadores marxistas británicos redescubrieron la agencia política y la creatividad intelectual de las clases trabajadoras y campesinas del pasado. Lejos de víctimas pasivas de los cambios epocales (el ocaso del feudalismo, el desarrollo del capitalismo y del imperialismo, por nombrar algunos) las clases trabajadoras, desde la época medieval a la época industrial, fueron redefinidas como agentes históricos influyentes, por más limitadas que estuvieran por las relaciones de clase y la dominación del poder estatal.

Rodney Hilton combatió las definiciones del «feudalismo» como mero sistema vivido por un puñado de miembros de la élite de la clase dominante, y las amplió hasta abarcar el modo en que el sistema afectaba las vidas de los campesinos y motivaba sus propias rebeliones, que no fueron menos influyentes por estar condenadas al fracaso. La guerra civil inglesa, según Christopher Hill, fue una revolución que simultáneamente construyó los cimientos del futuro desarrollo del capitalismo y movilizó una lucha democrática fallida cuyos principales actores (los niveladores, los cavadores y los ranters) acuñaron ideas revolucionarias que abarcaban desde la democracia de masas hasta formas de comunismo primitivo y amor libre. En sus estudios de la Europa meridional precapitalista, Eric Hobsbawm redescubrió a los «rebeldes primitivos» que desarrollaban un bandidaje de tipo Robin Hood, y defendió la racionalidad de los destructores de máquinas ludditas de la Gran Bretaña industrial. Por último, en su magistral estudio de la «formación» de la clase obrera inglesa, E. P. Thompson abordó a la vez las ideas radicales de los clubes jacobinos y de los disidentes religiosos, pero también la «economía moral» impuesta por las multitudes revoltosas en las calles de Londres.

Este impulso a ampliar el rango de la historia y recuperar un mundo perdido de agencia y radicalismo obreros coincidió con un deseo de superar el modelo inadecuado de base-superestructura que había definido el marxismo clásico. Lejos de ser deterministas económicos, los historiadores marxistas británicos rechazaron todo análisis estático y ahistórico de la estratificación de clases, y definieron a la «clase» como una forma de relación social entre seres humanos que se desarrolla a lo largo del tiempo y que muchas veces es puesta en cuestión por luchas implacables. La clase no era una mera categoría económica, sino un fenómeno histórico presente en nuestras vidas sociales y formaciones culturales, en nuestras prácticas, rituales, ideas y valores. Mediante el concepto de «experiencia» de clase, los historiadores marxistas británicos elucidaron un modo en el que la lucha de clases y la explotación definieron la conciencia social y reconocieron la importancia esencial de lo material sin dejar de lado la agencia humana.

Esta reconceptualización forma parte de lo que Kaye define como la «teoría de la determinación de clase» de los historiadores marxistas, que supone que la lucha de clases se desarrolla simultáneamente en las esferas social, económica, política y cultural, y que define este desarrollo como el verdadero motor de la historia.

Aunque la «determinación de clase» de los historiadores marxistas británicos podría correr el riesgo de excluir otras formas de opresión, el desarrollo subsecuente de otras «historias desde abajo» recibió la influencia directa de esta original tradición. Desde la historia de las mujeres, que prosperó en las obras de historiadoras feministas socialistas como Sheila Rowbotham y Sally Alexander, hasta las obras cada vez más importantes sobre historia negra británica, la microhistoria y la historia oral, la disciplina desplazó violentamente el eje antiguamente centrado en el mundo de los reyes, los caballeros y el clero. Aunque no siempre muestra un compromiso ideológico explícito equivalente al de los fundadores marxistas, este desplazamiento de la élite hacia la gente común, sus vidas cotidianas, su trabajo y hasta sus emociones, indica una transformación acaso irreversible.

Como enfatiza Kaye, los historiadores marxistas británicos no fueron simplemente intelectuales de cafetín, sino que también fueron militantes políticos, en muchos casos en detrimento de sus resultados académicos. Todos jugaron un rol en la oposición del Partido Comunista de Gran Bretaña, y muchos participaron de la fundación de la nueva izquierda británica en 1956. E. P. Thompson escribió y militó con pasión contra las armas nucleares y contra la violación de las libertades civiles durante la Guerra Fría. Christopher Hill defendió muchas banderas y publicaciones de la izquierda hasta bien entrados sus años ochenta. La ironía es que los historiadores marxistas británicos más populares, y, entre ellos, uno de los historiadores más vendidos del mundo, Eric Hobsbawm, fueron a la vez los que más defendieron el determinismo económico y los más moderados en términos ideológicos (en el caso de Hobsbawm, esto fue así a pesar de su membresía vitalicia al Partido Comunista de Gran Bretaña). En los años 1980, sus advertencias de que la «marcha hacia adelante del trabajo» se había detenido a causa de transformaciones fundamentales en la composición de clase de Gran Bretaña, tuvieron una enorme influencia en el proceso de moderación ideológica del Partido Laborista, que condujo al Nuevo laborismo.

Aunque naturalmente con el correr de las décadas surgieron diferencias políticas, todos los historiadores que estudia Kaye articularon cierta forma de socialismo libertario anclado tanto en los héroes populares del pasado radical de Inglaterra, desde Wat Tyler hasta William Morris, como en los escritos de Marx y Engels. En este sentido, el redescubrimiento de viejas luchas y de ideas radicales produjo nuevas fuentes de inspiración ideológica y hasta una nueva identidad nacional radical en la izquierda británica.

Mientras la academia siga siendo un punto neurálgico en las guerras culturales, la recuperación del rol de los «académicos-militantes» será una tarea importante, y los historiadores que Kaye considera en su libro (especialmente Thompson) son ejemplos arquetípicos. Con todo, tenemos que reconocer que también fueron, hasta cierto punto, beneficiarios de una época más benévola. Los empleos académicos estaban mejor pagados y había muchos cargos en la posguerra, cuando las universidades y la cantidad de estudiantes crecieron como nunca. Al mismo tiempo, las instancias de formación del movimiento obrero brindaban más oportunidades fuera de las «elitistas» universidades tradicionales. Hoy la precarización del trabajo académico hace que los historiadores estén tan exigidos y escasos de tiempo, que encontrar un momento para escribir o investigar, ni hablar de organizarse políticamente, parece una tarea prácticamente imposible. En una época tan poco auspiciosa, redescubrir las multitudes que lucharon contra la explotación y en defensa de sus antiguas libertades antes que nosotros podría ser una fuente directa de inspiración todavía más directa que la que imaginaron los historiadores marxistas.

Fuente: Jacobin.

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