10 de enero
El mundo asistió asustado el pasado domingo a la toma del Congreso de Brasil por el golpismo bolsonarista. Brasilia fue invadida por miles de personas radicalizadas, descontentas con el resultado electoral, movidas por el odio colectivo que durante años ha alimentado su líder, Jair Bolsonaro.
Se invadieron palacios y se dañaron o robaron obras de arte. Se dejó un rastro de destrucción, que no fue peor porque ocurrió un domingo, cuando los edificios públicos de Brasilia están prácticamente vacíos.
Lo que Brasil vivió el 8 de enero fue, hasta ahora, la máxima materialización del odio bolsonarista. El odio que desde 2018 amenaza a los pueblos indígenas, el odio que ha aumentado las tasas de feminicidios, el odio que ha profundizado la violencia racista en las favelas, el odio que ha atacado de tantas maneras a las personas LGBT+.
El golpe no se llevó a cabo, pero debemos mantenernos alerta. No sólo aquí en Brasil, sino en toda América Latina. El bolsonarismo es un fenómeno brasileño, como el trumpismo es estadounidense, pero hay similitudes repartidas por todo el continente.
Advertencias
Las terribles escenas vistas en Brasil deberían servir de advertencia a Argentina, con Javier Milei. Deberían servir de advertencia a Chile, con José Antonio Kast. Deberían servir de advertencia a Uruguay, con Guido Manini Ríos. Bolsonaro, Keiko Fujimori (Perú) y Nayib Bukele (El Salvador) son la representación pura de la ultraderecha latinoamericana, con todo el odio de clase, racismo y violencia de género que portan y utilizan como bandera política.
Incluso con crisis, ya sean económicas o políticas, Argentina, Chile y Uruguay son vistos en Sudamérica como democracias consolidadas. Destacan en la región por su buena calidad de vida y estabilidad política, a pesar de las desigualdades existentes y persistentes. Sin embargo, con gobiernos de extrema derecha, todo empeorará para los más pobres, para las mujeres, para los pueblos indígenas y para los disidentes sexuales y de género. La extrema derecha, tan bien representada regionalmente por Bolsonaro, trae consigo lo peor del neoliberalismo, junto con el conservadurismo profundo y el fundamentalismo cristiano asesino.
Bolsonaro es un representante de la muerte. Negó las vacunas al pueblo brasileño, incluso en plena pandemia. También devastó tierras indígenas y promovió la violencia contra la izquierda y todos los grupos que se le oponían. Bajo su mandato, Brasil se convirtió en un país triste y enfermo. Las instituciones fueron desmontadas, el Congreso se convirtió en su cómplice y la única resistencia que se mantuvo en pie, manteniendo viva la democracia brasileña aunque muy debilitada, fue el Tribunal Supremo. Brasil no murió, pero estuvo muy cerca.
Ahora bien, estos otros países, tomando Brasil como ejemplo, no pueden fracasar. La izquierda latinoamericana necesita entender lo que los brasileños tardamos mucho tiempo en entender: no hay diálogo con el fascismo. Una vez normalizado, lo devorará todo. Devora los derechos sociales, devora las instituciones, devora la alegría de un pueblo. Crece, domina, destruye y resulta muy difícil de eliminar. Milei, Kast y Manini Ríos deben ser vistos como lo que realmente son: fascistas. Y con el fascismo no hay diálogo. Hay que luchar contra el fascismo.
Fuente: Agencia Presentes.