27 de mayo
La crisis humanitaria que vive Haití no es ninguna novedad. Tanto el terremoto de 2010, que dejó más de 200.000 muertos y millones de desplazados, las “intervenciones humanitarias” plagadas de denuncias de abuso sexual y participación en diferentes masacres contra organizaciones barriales, así como las constantes crisis políticas -desde golpes de Estado hasta el asesinato del presidente Jovenel Moïse- han servido de excusa, por parte de los organismos internacionales, de una acción conjunta internacional para “normalizar” el país.
De los 11,4 millones de habitantes que tiene Haití, al menos 5 millones sufren inseguridad alimentaria. A esta situación de miseria generalizada, se le suma la violencia que padece la población frente a las bandas criminales, que controlan gran parte del territorio ante la omisión (o acción) del gobierno de turno.
Sólo en 2023, se cometieron 1.446 asesinatos en el territorio, un promedio de 14 por día. A su vez, se registró 28% más secuestros que en 2022, con un total de 395 hasta la fecha. Estos datos reflejan la situación de violencia sistemática, pese a las sucesivas misiones humanitarias que llegaron al país a instancias de los organismos multilaterales.
Si bien los números son escalofriantes, la solidaridad internacional para con Haití está lejos de ser verdadera. Las sobradas muestras de preocupación y exigencias de una normalización del país se reducen únicamente a pedidos de intervención extranjera, algo que las y los haitianos conocen bien, y que sólo ha servido para empeorar la situación.
Según explican Mamyrah Prosper y Lautaro Rivara en el artículo “El intervencionismo humanitario. Misiones de paz, ONG coloniales y violencia sexual: el caso Haití”, este llamado a la intervención por cuestiones humanitarias “es una de las modalidades, cada vez más dominantes, del cambio de régimen”, cuyo carácter es indirecto y subsidiario.
Bajo el paradigma de “ayuda humanitaria”, tanto las potencias imperialistas como los organismos internacionales por ellas creadas pretenden una recolonización permanente del territorio. El argumento es que tanto el gobierno como la sociedad civil son incapaces de propiciar las condiciones para una normalización a la medida de Occidente, lo cual no sólo deshumaniza a las poblaciones receptoras de dicha ayuda, sino que las entiende incapaces de gestionar por sí mismas los aspectos más elementales de su existencia.
Bajo esta lógica es que, en Haití, se llevan a cabo una serie de intervenciones desde 2004, año en que una crisis política doméstica motivó el despliegue de más de 10.000 soldados de diferentes países, en lo que se denominó como Misión de las Naciones Unidas para la Estabilización de Haití (MINUSTAH). La decisión fue impulsada por la ONU y la Organización de Estados Americanos (OEA), quienes, a instancias de Estados Unidos, Canadá y Francia (con fuertes intereses en el territorio), determinaron de forma deliberada que Haití representaba una amenaza a la seguridad internacional.
Si bien la MINUSTAH fue concebida para actuar en el territorio durante seis meses, su presencia se extendió por 13 años, durante los cuales se aplicó una política sistemática de violencia sexual contra la población y se cometieron una serie de masacres con el fin de diezmar a la resistencia y someter a la sociedad civil.
A lo largo de su historia como nación, la violencia sexual en Haití sirvió como forma de generar terror en las personas y su consecuente desplazamiento, algo que permitió a las potencias imperialistas consolidar su dominio sobre territorios ancestrales de las comunidades. A su vez, las masacres en barrios populosos de la zona metropolitana (la más famosa ocurrida en Cité Soleil), atribuidas a los Cascos Azules, tuvieron como fin desmembrar organizaciones sociales y la desmovilización popular para romper los lazos comunitarios. En esos territorios es donde hoy crece el dominio de las bandas criminales y organizaciones armadas.
Estas intervenciones humanitarias contaron también con otro factor: problema de las organizaciones no gubernamentales. Con las ONG, que comenzaron a ganar peso en la década de 1990 con la consolidación del neoliberalismo como política económica, se dio una instrumentalización particular del intervencionismo humanitario. A través de la captación de ayuda internacional, las ONG hicieron de la ayuda humanitaria un mecanismo de intervención para la defensa de los intereses geoestratégicos de los Estados centrales.
En palabras de Rivara y Prosper, “en el caso haitiano, los cuantiosos flujos de cooperación internacional ayudaron a inhibir aún más el deficitario accionar estatal, privatizando y fragmentando la oferta de servicios públicos en materia sanitaria, educativa, productiva y habitacional”.
La narrativa de la ayuda humanitaria sirvió durante años para Haití y, con el tiempo -y su éxito en la opinión pública debido al abordaje que de ella se hace en los medios hegemónicos-, otros países como Venezuela y Cuba fueron objeto de pedidos de intervención humanitaria, cuyo fin último es forzar el cambio de régimen en favor de los intereses del imperialismo.
La situación de Haití, con la violencia social y la extrema pobreza como características estructurales, es consecuencia directa de la lógica intervencionista humanitaria. No se trata de “normalizar” el país para imponer allí una democracia que responda a los intereses de Occidente, sino de una estrategia sostenida y sistemática de recolonización, la cual comienza a vislumbrarse como una nueva forma de intervención en los países donde el imperialismo pretende mantener su influencia.
Fuente: Ana Dagorret para La tinta / Foto de portada: Andrés Martínez Casares – Reuters.