Política

“Ellas hablan”, una película sobre resistencias intergeneracional

18 de marzo

Primera escena: una joven, Ona, se despierta gritando con las piernas magulladas y repleta de sangre, su madre corre a abrazarla y consolarla… lo esperaban, esta historia se repite en su colonia a diario. Asistimos a un ir y venir de escenas parecidas donde niñas y mujeres despiertan siendo abusadas sexualmente. Luego, nos enteramos que pertenecen a una colonia menonita situada aparentemente en Canadá. Son drogadas y violadas por sus padres, hermanos, vecinos, tíos y varones de la comunidad. Luego, las abandonan dejándolas en sus camas inconscientes. Cuando despiertan, les dicen que el ataque fue obra del demonio y espíritus malvados, o que dios las castiga por sus pecados. Ellas enmudecen, se aíslan o enloquecen. Hasta que un día, una niña ve el rostro de uno de los violadores y habla, lo denuncia. La madre de esa niña corre a buscar al violador y quiere matarlo, entonces logran que los varones lo aparten y lo lleven a prisión, junto a otros ocho varones identificados. De pronto, todas las mujeres, de diferentes edades, comienzan a recordar rostros, tienen flashes sobre sus propias violaciones y se dan cuenta de que guardaron silencio durante mucho tiempo, pero que ya no pueden.

De esto se trata la película “Ellas Hablan”, basada en la novela de Miriam Toews sobre un caso verídico de Bolivia, adaptada al cine por Sarah Polley, con la actuación de Rooney Mara, Jessie Buckley y Claire Foy. La película fue una de las 10 nominadas al Oscar a Mejor Película. La versión cinematográfica se sitúa en el 2014, cuando los varones adultos del pueblo se retiran en masa fuera de la colonia para ir en socorro de los hombres encarcelados por violación y pagar la fianza para que sean liberados. Además, exigen que las víctimas los perdonen y las amenazan con excomulgarlas y perder el derecho al paraíso que promete la religión menonita. La colonia queda sin varones adultos, solo Agusto, el maestro recientemente llegado a la comunidad, luego de ser excomulgado junto a su madre cuando era niño.

A las mujeres y niñas de esa colonia, a partir de los 4 años, las drogan con anestesia para vacas y, luego, las violan grupalmente; las golpean a diario, las mutilan si desobedecen órdenes y las embarazan de modo constante. De a poco, las mujeres enloquecen, ya no saben lo que es verdad o mentira, qué es sueño o realidad, especialmente cuando despiertan de la violación grupal y los hombres de la familia les dicen que el ataque fue obra del demonio y de ángeles malvados. Aterrorizadas, no saben cómo cuidarse y solo esperan su turno. Pero el día en que la niña ve el rostro de uno de los violadores y habla, ellas lo saben todo y se dan cuenta de que es tiempo de dialogar. Aprovechando la ausencia de los varones, deciden qué hacer al respecto: a) No hacer nada, b) abandonar la aldea o c) quedarse y luchar. Van ingresando al granero, votan con cruz sobre tres dibujos que representan esas opciones, realizados en un afiche porque ninguna lee ni escribe.

La directora de esta película juega con la confusión que nos genera la vestimenta, los hechos, el tiempo y el lugar. No entendemos si es una historia vieja, si es en EE. UU. o a dos cuadras de tu casa. Quizás quiere interpelarnos con lo que creo es obvio; la historia de mujeres, niñxs, adultas mayores, lesbianas, travestis y trans, en cualquier parte del mundo, se encuentra atravesada por violencias encubiertas bajo los mantos del amor, la religión y la cultura. Formas del patriarcado ancestral y colonial, la voluntad de poder como dominación masculina que se repite como trauma en la historia y en la confusión que genera ser abusada por quien dice amarte. Además, de la compleja situación de que otras mujeres sean cómplices del silencio, ya sea por miedo o por convicción religiosa.

Las protagonistas son mujeres analfabetas, no pueden ir a la escuela, trabajan esclavizadas todo el día en el campo y en la casa, tienen de a ocho o más hijxs, en general, producto de violaciones, y se someten a los designios de un dios que impone normas creadas a imagen y semejanza de los hombres blancos que gobiernan dicha comunidad. Viven en una colonia religiosa aislada de la civilización capitalista y sufren abusos desde el nacimiento. Sin embargo, en esta historia, las mujeres logran hablar entre sí y con las niñeces desde un lugar no adultocéntrico que da relevancia a la voz de las niñas y sus opiniones son vinculantes. Todas dicen que no quieren que sus hijxs sigan creciendo en un mundo de violación y esclavitud por parte de quienes dicen amarlas. La votación se encuentra empatada, entonces eligen a tres familias para que se reúnan a deliberar y tomar una decisión; a pesar de que no pueden leer y escribir, dibujan lo que ven y comparten un saber ancestral de organizarse, adquirido de mirar los animales que cuidan, de trabajar la tierra y ocuparse de las tareas de cuidado y domésticas. Son saberes políticos, herramientas políticas de la vida cotidiana.

En sus encuentros asamblearios por días, las mujeres y niñas seleccionadas por la comunidad como representantes para tomar una decisión se entregan a la discusión: ¿nos vengamos de los hombres asesinándolos? ¿Damos lugar a debatir con ellos porque actúan bajo mandatos religiosos y violencias estructurales de las que no son conscientes? ¿Son ellos también víctimas de ese orden? ¿Cómo podemos ayudar a desarmar la masculinidad? ¿Es la violencia de la resistencia directa la solución o la mejor vía es la pacífica y la del perdón? Allí se cuecen debates, traumas, recuerdos y mucha inteligencia pesimista de la razón, junto con la esperanza que late en la vida por venir. Aparece una mirada feminista sobre la masculinidad, el patriarcado, la lucha de las mujeres, travestis, niñeces y trans por la libertad. Todas juntas, intergeneracionalmente, intergénero, entre familias y con el peso de la religión a cuestas, entre diferencias, risas, llantos, desencuentros y dolores, toman decisiones.

En la asamblea, participa un varón, Agusto, el maestro de la congregación que había sido excomulgado porque su madre cuestionaba el orden comunitario patriarcal. Retornó a la colonia para guiar a las nuevas generaciones de varones en una masculinidad diferente. Confían en él, es quien toma apuntes porque sabe leer y escribir. Agusto está enamorado de Ona, mujer soltera, embarazada producto de una violación y quien le recuerda a su madre. Realiza la minuta de cada reunión y, de vez en cuando, hace algún comentario al grupo, si se lo permiten. Ese joven es la esperanza de las mujeres madres, una pequeña llama en la oscuridad de la violencia. Repito, está enamorado de Ona y de sus ideas, le ofrece ser su esposo y adoptar a su hijo. Ama a Ona porque en Ona ama a su mamá muerta y, en su mamá, a todas quienes lucharon por sus derechos históricamente.

En una escena, Ona está vomitando y Agusto le acerca agua. Allí hablan de la situación y él le propone casamiento, ante lo que ella responde primero con evasión y diciendo: “Qué bueno tenerte en la colonia, Augusto, para recordar lo que es posible, porque es fácil olvidarlo”, refiriéndose a que existen varones que no son violadores y que pueden ser aliados de las luchas por la liberación feminista. Insiste en decirle que la ama, que quiere cuidar de ella, pero ella responde: “No puedo casarme, si estuviera casada o me casara contigo, ya no sería yo misma, Agusto… la persona que amas se hubiera ido”. Entre lágrimas, él acepta su respuesta y se repite internamente que la ama, que es igual que su mamá y que entiende que debe ser libre. Ella también lo ama, pero más ama su libertad y la libertad de su comunidad a la que debe acompañar en la lucha. Es la escena cuando Ona decide que todas las mujeres deben irse y crear otra colonia, un orden más justo, donde tanto ellas como los futuros varones que crecerán allí puedan vivir una vida sin violencias.

Ona es cuestionada por otra mujer que vive violencias de todo tipo por parte de su marido, le preguntan si no advierte que el resto deberá abandonar a sus familias, diferenciando que ellas tienen familia, mientras Ona vive solo con su madre y su futuro bebé. Ella dice: “Creo que la familia, el hogar, puede ser mi hijo, mi madre, donde sea que estemos juntos y nos cuidemos, no es un lugar ni una forma, es con quienes estemos”. Sabiduría ancestral, un canto al amor por fuera de las estructuras impuestas que tanto nos lastiman.

La película sigue enfocada en la asamblea, mientras las mujeres y niñas se peinan, juegan y lloran. Se hacen trenzas entre ellas, comparten recetas de cocina y bordan, deliberan si irse, quedarse y resistir, o solo quedarse en la colonia y perdonar. Discuten, argumentan, se pelean, recuerdan y analizan qué significa la religión, el amor y la familia. Cuestionan la venganza y el perdón, cantan y se ayudan a descansar. Definen irse de la comunidad y formar otro espacio solo de mujeres y niñeces, donde los hombres podrán ir una vez que hayan reflexionado sobre lo que hicieron y ellas se hayan fortalecido para perdonarlos. Se preguntan quiénes pueden acompañarlas en el éxodo a otro territorio. Saben que se irán con ancianas y niñxs de su comunidad, pero dudan de llevarse a los varones mayores de 9 años. Muchas madres se niegan a dejarlos, otras piensan que están perdidos o que son peligrosos. Ona le pregunta a Agusto -como maestro- si considera que esos niños son peligrosos para las mujeres y niñas. Responde que sí, que son peligrosos para ellos mismos y para otras, pero que, por eso mismo, deben llevarlos con ellas, educarlos y salvarlos, enseñarles otro mundo posible. Todas aceptan y se sienten en paz.

Entonces, debaten sobre dios, el orden social y acerca de si los hombres son violentos por naturaleza o pueden cambiar. De manera experiencial, las mujeres se explican entre ellas el eje vertical y horizontal de la violencia masculina. Ona y las ancianas de la comunidad les explican a las otras mujeres que los varones también son víctimas de un orden que se muestra como divino, pero que fue creado por hombres de esa misma comunidad; que los niños son educados en esa violencia y, por eso, son víctimas que luego victimizan a otros y otras. Afirman que la violación es poder, poder sobre el cuerpo de las mujeres para demostrarse poder entre ellos. De pronto, una niña pregunta si las mujeres también quieren ese poder y Ona responde: “No sé, no lo creo”.

Estas mujeres y niñas están pensando cómo hacer un mundo más justo y cómo incorporar a los varones en esa lucha. La mayoría sueña con convivir en paz, criar varones que no violenten, generar sus propias normas de regulación social donde el amor y los cuidados sean prioritarios. La sed de venganza que habitaba a algunas mujeres en las primeras escenas va disminuyendo al ritmo de los debates y acompañamientos, entre los abrazos y llantos, van cediendo paso a la necesidad de vivir en paz, donde la venganza no tiene lugar, pero tampoco el perdón sin reparación. Conversaciones que no hemos podido abordar como sociedad cuando cualquier caso de violencia que llega a los medios nos convierte a todxs en agitadorxs de la pena de muerte y la tortura.

Confían en Agusto, el maestro, como un referente de los jóvenes que quedarán allí en la colonia y en la potencia del deseo de cambio que pueda transmitirles a esos niños en formación. Por eso, le dejan la minuta de la asamblea y los dibujos realizados, para que sea leído por los hombres a su regreso e inicien un debate sobre lo mismo. Comienza el éxodo de mujeres y niñeces de la colonia, juntas, huyendo como familias de parentescos extraños, con el fin de sobrevivir a un orden masculino de muerte y exterminio de los cuerpos feminizados, y crear otro mundo posible. Esta historia nos recuerda que estar juntas, comunicarnos, convivir, escribirnos cartas, susurrar, mirarnos, amarnos, generar trucos para organizarnos y resistir frente al poder patriarcal es la trama vital de nuestras vidas a lo largo de la historia.

La película también nos lega una cuestión central para pensar: el desafío de sobreponernos al punitivismo y la venganza, pero no desistir de luchar por nuestra liberación, trabajar por desarmar el orden heteropatriarcal, la masculinidad necropolítica que sustenta el sistema capitalista. Para ello, detectar varones que pueden ser aliados en esta lucha y contagiar a otros. Nadie puede quedar fuera para inventarnos nuevos mundos posibles, en la tarea de hacer parentescos extraños, de imaginarnos una sociedad más justa, ahora, en este instante, para que más de la mitad de la población mundial no debamos fugar para sobrevivir.

“Andamos cambiándonos nosotras para cambiar el mundo”. Anónimo.

Fuente: Gabriela Bard Wigdor para La tinta / Imagen de portada: fotograma película Ellas hablan.

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