24 de febrero
El 24 de febrero de 2022, la invasión de Rusia a Ucrania conmovió al mundo. Ese día, se inició una guerra con profundas consecuencias de impacto global. A pesar de que las tensiones se iniciaron en 2014, la invasión implicó un salto cualitativo que puso a Moscú al borde de un enfrentamiento directo con la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). Finalizada la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), los conflictos bélicos se mantuvieron territorialmente en los márgenes de los países centrales, un rasgo característico de todas las guerras de este siglo. Desde el inicio del siglo XXI, vimos la invasión de Estados Unidos contra Irak, de Arabia Saudita y sus aliados contra Yemen, las guerras civiles internacionalizadas como en Siria y Libia, con intervenciones directas de la OTAN, Rusia e Irán; Azerbaiyán contra Armenia; y Rusia contra Georgia.
La existencia de un conflicto bélico como el ucraniano en territorio europeo pone sobre el tapete debates y posibles escenarios “fuera de control” que, hasta hace poco, se creían imposibles. A un año del inicio del conflicto, en este artículo, intentaremos plasmar algunas reflexiones en torno a la guerra y su impacto sobre el orden mundial.
Un conflicto de raíces profundas y dinámica imprevisible
Rusia siempre consideró a Ucrania una región “hermana” e, incluso, parte de su propio territorio en términos históricos y culturales: la creación de una República Socialista Ucraniana en 1918 (en función del criterio de autodeterminación de los pueblos que planteaba Lenin) y una Ucrania totalmente independiente en 1991, tras la caída de la Unión Soviética (URSS), implicó concesiones importantes para el nacionalismo ucraniano y una profunda afrenta al nacionalismo ruso, que toma como referencia territorial la etapa de esplendor del Imperio Ruso a mediados del siglo XIX.
Fue inaceptable para Vladimir Putin la orientación pro-occidental de los gobiernos ucranianos pos 2004 -con la explícita intención de entrar a la OTAN y la Unión Europea (UE)- y, luego, el derrocamiento del líder pro-ruso Victor Yanukovich, en 2014. Esto explicó, en parte, que se desatara la primera invasión en ese momento. Luego de años de una guerra civil estancada, los sectores más reaccionarios y nacionalistas ucranianos, con un apoyo importante de la sociedad civil sumamente anti-rusa, junto a un férreo aval de Estados Unidos, presionaron al actual presidente Volodímir Zelenski para recuperar los territorios perdidos. Zelenski retomó el camino de entrar a la UE y la OTAN, a pesar de las elocuentes amenazas rusas, creando las condiciones para la guerra actual.
A un año, el saldo de daños humanos y materiales es abrumador. Ambos contendientes han perdido más de 100.000 soldados cada uno, miles de tanques, vehículos blindados y aviones. A esto, se suma la muerte de alrededor de 10.000 civiles, 12.000 heridos, además de cometerse 45.000 crímenes de guerra. La economía de Ucrania se redujo aproximadamente un 30 por ciento y 14 millones de civiles han sido desplazados (dentro y fuera del país), la infraestructura civil está, en gran medida, destruida y alrededor del 40 por ciento de su capacidad para generar electricidad fue dañada. Hasta el momento, ni Kiev ni Moscú parecen estar dispuestos a considerar un alto el fuego o desescalar el conflicto, y sus intereses son irreconciliables en la medida en que Zelenski exija la total liberación del territorio ucraniano (incluyendo Crimea y las recién incorporadas a Rusia, Donetsk, Lugansk, Kherson y Zaporizhzhia) para empezar a negociar. Sobre esos territorios, Putin exige que se reconozca la soberanía rusa.
Ganadores y perdedores del conflicto
Tras la sorpresiva escalada del conflicto el año pasado y el extraordinario apoyo occidental a Ucrania, se iniciaron debates alrededor de los objetivos estratégicos de Putin, las capacidades de defensa ucranianas a largo plazo, los tiempos de la guerra y, sobre todo, qué intereses había detrás de un episodio bélico que parecía impensable pocos meses antes.
Ríos de tinta recorrieron los valles de la especulación periodística, con pronósticos y caracterizaciones cada vez más teñidos de propaganda, producto de una guerra de información desatada entre el Kremlin y las potencias occidentales. Para evitar estos sesgos, es necesario comprender que la guerra contemporánea es un negocio por demás rentable y que contribuye a la reproducción ampliada capitalista.
Sin embargo, cada conflicto es resultado de una combinación única de intereses contrapuestos e irreconciliables. En este caso, se trata de una guerra “entre Estados”, cuyas orientaciones geopolíticas se oponen por el vértice y mantienen un enfrentamiento de “baja intensidad” desde 2014. La última guerra en territorio europeo fue la de los Balcanes, dividida en varias conflagraciones bélicas simultáneas, que desmantelaron la antigua Yugoslavia entre 1991 y 2001. Allí, intervino la OTAN, poniendo a raya a los últimos aliados de Rusia en la zona -en un momento de decadencia de este país- y obturando el eventual surgimiento de un ejército de la Unión Europea, consolidando, así, la hegemonía unipolar de Estados Unidos lograda tras la caída del Muro de Berlín y la primera Guerra del Golfo Pérsico (1991). A diferencia del actual conflicto, aquella guerra tenía objetivos limitados: había estallado por conflictos étnicos locales y no tenía perspectivas de extensión a otros países. A su vez, contribuyó a la expansión de la economía de mercado y la deslocalización productiva integrada al desarrollo del complejo industrial-militar norteamericano, una política que autores como Perry Anderson, en su libro Neoliberalismo, un balance provisorio, definen como “keynesianismo militar”.
El caso ucraniano es muy distinto. Rusia -una potencia nuclear, miembro del Consejo de Seguridad de la ONU- le plantea un desafío frontal a las potencias occidentales y su resultado va a rediseñar el tablero mundial de forma mucho más cualitativa. La guerra en curso está favoreciendo a los fabricantes de armas, a los bancos que financian el esfuerzo bélico y a los países productores de materias primas. Además, introdujo cambios en el negocio de la energía y la producción de alimentos (granos) a nivel global que tendrá consecuencias duraderas. Esto último trajo un impacto negativo en los países que dependen de esas importaciones. En Europa, el balance tampoco es positivo, ya que el conflicto acentúa la inflación y dispara el precio de la energía, provocando una situación económica y social comprometida en países como Francia y Alemania, que ya están enfrentando movilizaciones y un creciente malestar en la población.
Por ahora, el más favorecido parece ser Washington. El periodista Marco D’Eramo escribió en New Left Review que la situación de guerra actual se asemeja a los dos primeros años de la Primera Guerra Mundial, “cuando Estados Unidos se mantenía al margen, suministrando los arsenales de las potencias europeas trabadas en la guerra de trincheras contra los poderes centrales (Alemania, el Imperio de los Habsburgo y, más tarde, el Imperio Otomano), y fue testigo del desmantelamiento de la supremacía planetaria de la Marina británica, antes de intervenir una vez que el enemigo estaba prácticamente agotado”. Sin embargo, la analogía tiene límites. En aquel momento, Estados Unidos estaba en pleno ascenso hegemónico, con un dominio que se consolidó tras la Segunda Guerra Mundial (1945) y llegó a su cénit tras la disolución de la URSS (1991), dando inicio a un momento unipolar, pero también a un lento declive.
Actualmente, el apoyo militar norteamericano a Ucrania funciona como una forma barata de atenuar la decadencia relativa de sus políticas imperialistas -tras su retirada casi completa de Siria (2019) y Afganistán (2020)-, ajustar las clavijas sobre Europa -que debe pagar el costo económico del conflicto-, impulsar su industria militar y debilitar a Rusia en términos estratégicos.
Para Rusia, la invasión empezó siendo una vía para retener su área de influencia geopolítica, garantizar su propia integridad territorial e impulsar la acumulación capitalista a largo plazo a partir de la consolidación de un espacio euroasiático junto a China. Pero la extensión indefinida del conflicto, el apoyo sin restricciones de las potencias de la OTAN a Ucrania y el creciente aislamiento internacional ruso (basado en una batería de sanciones económicas) pone cada vez más lejos esos objetivos.
El militarismo de los imperios en decadencia
El corresponsal de guerra, Chris Hedges, plantea que los imperios en declive van de un fracaso militar a otro, donde, a su vez, el militarismo constituye una pata importante para establecer objetivos políticos y económicos a largo plazo tras la conformación de enemigos mortales. En estos días, para Estados Unidos, esos enemigos son Rusia y China, y, para Rusia, la OTAN. La Casa Blanca estableció, en sus documentos de Estrategia de Seguridad y Defensa, un presupuesto de 858 mil millones de dólares para combatir “amenazas”, que ya no tienen que ver con el “terrorismo internacional”, sino que se asocian directamente a otras potencias (nucleares) que representan una amenaza a su hegemonía. En el último documento, puede leerse la palabra Rusia 90 veces y China 17 veces. Por su lado, Moscú explica la invasión a Ucrania como una medida “defensiva” en una guerra por la supervivencia de los valores nacionalistas, conservadores y sagrados rusos, cercados militarmente por las fuerzas de la OTAN, de carácter liberal, cosmopolita y secular. O sea, a su modo, también es un “imperio en decadencia”.
Recientemente, las potencias occidentales votaron entregar nuevas rondas de armamento de última tecnología a Ucrania, dentro de las que se destacan los tanques Leopard 2 alemanes y los ultra modernos tanques Abrams, de fabricación norteamericana. Chris Hedges analiza cómo estas entregas alargarán la guerra por dos razones: en primer lugar, no cambiarán en lo inmediato el curso estratégico en el terreno, ya que el entrenamiento para operar esas máquinas requiere meses o años. Además, su fabricación es muy lenta: cada tanque tarda alrededor de un mes en construirse y ponerse en condiciones para combatir. Por otra parte, muchas empresas militares ya están trabajando en su límite de capacidades de producción, por lo cual los tiempos pueden alargarse aún más si se pretende equiparar el ritmo de crecimiento de la maquinaria de guerra rusa. Si estas armas se ponen en funcionamiento y continúa la provisión de municiones, artillería antiaérea y adiestramiento al ejército ucraniano por Occidente, los tiempos de resolución militar se pueden dilatar por años. Esto daría lugar a una situación de “estancamiento” del conflicto, similar a la que se vive en Siria, Libia y Yemen desde hace más de una década. Ese escenario implicaría la ruina total tanto para Ucrania como para Rusia.
Gustav Gressel, del European Council of Foreign Relations, explica cómo la industria militar rusa está demostrando ser resistente. El Kremlin está sosteniendo la cadena de suministro de vehículos blindados y cohetería a pesar de las sanciones occidentales para bloquear el abastecimiento de insumos y la desesperante situación de su sistema financiero (el país sufrió el “congelamiento” de más 300 mil millones de dólares de las reservas del Banco Central ruso depositadas en el exterior). Incluso, está siendo capaz de adaptarse a los cambios de estrategia de Putin. Aunque Rusia no puede reemplazar sus costosos sistemas de armas de alto nivel tecnológico (como los aviones de última generación derribados), continúa produciendo sistemas convencionales de gama baja a buen ritmo. Esto se profundizará, ya que Putin parece convencido de que “el tiempo juega a su favor” y tanto la resistencia ucraniana como el apoyo occidental (al menos europeo) estarían llegando a su límite, a menos que dirijan su economía hacia un militarismo todavía mayor.
Cambios de estrategia
La apuesta inicial de una victoria rápida sobre Kiev fracasó, chocando con una resistencia ucraniana no calculada por Moscú. Durante 2022, Rusia libró una guerra de desgaste contra Ucrania e intentó capturar la mayor cantidad de posiciones estratégicas del sur y este del país, controlando su región más industrializada y la salida al Mar Negro. La estrategia actual de Putin pareciera ser erosionar los recursos de Kiev a un ritmo mayor que el suyo, hasta que eventualmente el gobierno ucraniano se rinda o que su resistencia militar se derrumbe. Al mismo tiempo, espera que la reducción de ventas de energía (hidrocarburos) a Europa socave la ayuda internacional (sobre todo de la UE y Estados Unidos) a Ucrania. Como se repitió en diversos análisis, probablemente, los objetivos de Moscú hayan sido derrocar en un movimiento rápido al gobierno de Kiev e instaurar uno pro-ruso. Una vez que el ejército ucraniano repelió la primera oleada de ataques -retiradas de Kiev (abril) y Kharkov (mayo)-, los objetivos rusos cambiaron. Pasaron a ser el control territorial total de los oblast de Donets y Lugansk (todo el Donbass), e incorporar gran parte del sur, desde Odessa hasta Mariupol; o sea, toda la costa ucraniana sobre el Mar Negro. Se trata de un objetivo todavía lejano, sobre todo, después de la aplastante ofensiva ucraniana de noviembre pasado sobre las posiciones rusas en el sur y noreste.
Una guerra de desgaste a largo plazo mantendría a Ucrania fuera de la OTAN, por lo cual es probable que el Kremlin no pretenda lograr sus objetivos en una “gran ofensiva”, sino a partir de una estrategia de largo aliento. Desde el punto de vista de Moscú, esta estrategia podría resultar exitosa mientras no haya una escalada que involucre a la OTAN. Para sostener esta guerra de desgaste y mantener la iniciativa, Putin llamó a una movilización parcial en septiembre de 2022 de alrededor de 200.000 soldados en divisiones que todavía están recibiendo entrenamiento y se unirán a la batalla en Ucrania más adelante.
Zelenski no frena los pedidos de armamento, el ingreso a la OTAN y la UE. Por el momento, las potencias occidentales están aumentando, como dijimos, el suministro de armas. Pero muchos “halcones” plantean como insuficiente y exigen una intervención militar más enérgica, plena aplicación de las sanciones económicas, y aumentar la entrega de armas como única forma de superar el “punto muerto”. Aunque las entregas son enormes (Joe Biden anunció un nuevo paquete de ayuda militar desde Kiev), la OTAN impone condiciones para su uso, como la limitación de la distancia de los misiles. Bajo estas reglas, se concreta la llegada de misiles GLSDB norteamericanos, que superan los 150 kilómetros y hacen posible ataques tras la línea de aprovisionamiento del enemigo (una de sus acciones más eficaces hasta ahora), que incluso pueden llegar a poblaciones en territorio ruso, lo que podría llevar a una escalada. Pese a esto, por falta de ciertos recursos clave, no parece viable una nueva ofensiva ucraniana de la dimensión que vimos en noviembre sobre Kherson y menos una violación del territorio ruso por las armas ucranianas, la cual pondría en crisis el sistema de alianzas que mantiene a flote su resistencia.
Las ciudades: objetivos (casi) imposibles
En las últimas guerras, las ciudades de más de un millón de habitantes se convirtieron en objetivos prácticamente imposibles, donde lo que determina el curso de la situación es la política y la capacidad (tanto del defensor como del atacante) de ganar el apoyo de la población¹. Las ciudades tienen un fuerte carácter como centros de poder global que, entre otras cosas, proporcionan medios de guerra: refugio, provisión de soldados, alimento, etc. Cuanto más grande es una ciudad, la profundidad estratégica se reduce hacia los centros y la cantidad de recursos a implementar aumenta.
En el caso de Kiev, era necesaria una relación de seis soldados a uno para poder tomar la ciudad en combate urbano, lo cual convertía a la capital ucraniana en un objetivo imposible para los rusos en esa etapa del conflicto -aunque probablemente apostaban a una rápida caída de Zelenski y la instalación de un gobierno más dócil a Moscú-. Otra posibilidad era aplicar la “doctrina Grozny” (en referencia a la capital de Chechenia), o sea, bombardear la ciudad hasta convertirla en escombros, pero esto implicaba un altísimo costo político para Putin.
El analista George Friedman explica en Geopolitical Futures que estamos cerca de ver un nuevo momento decisivo en la guerra, el “Stalingrado de Putin” que cambie el rumbo en su favor. Esto no significa que la guerra esté llegando a su fin, sino solamente un cambio de tendencia en un conflicto de largo plazo.
Conquistar las grandes ciudades es un objetivo inalienable para lograr una victoria (al menos parcial) de Rusia. Urbes como Kiev (tres millones de habitantes) o Kharkiv (1,2 millones de pobladores), las dos más grandes que atacó Rusia en los primeros meses, no son sencillas de capturar en una campaña de pocas semanas por su escala, historia, densidad territorial y apoyo de la población al gobierno central; o sea, por la territorialización (control efectivo sobre su territorio) del que, por el momento, goza el Estado ucraniano.
En ese momento, Putin no esperaba una victoria total, sino negociar en posición de fuerza, aprovechando el impulso inicial que le dieran a sus tropas las “victorias rápidas”, las cuales siempre son más “sencillas” en el escritorio que sobre el terreno. La retirada de Kiev fue una derrota importante, ya que, además de los recursos invertidos, no logró forzar ningún tipo de negociación favorable. La victoria ucraniana en Kherson (al sur del país) el pasado noviembre, probablemente, haya sido todavía más importante en términos estratégicos, ya que esa ciudad une el corredor desde Odessa hasta el noreste, donde se encuentra la otra gran ciudad que busca conquistar Rusia, Kharkiv. Como objetivo, es vital para Rusia, ya que aumentaría sensiblemente sus capacidades operacionales: además de unificar el territorio ocupado en una sola franja, se trata de una región muy industrializada y conectada económica e históricamente, habitada por una importante minoría ruso-parlante, más posible de ser integrada al Estado ruso que la población de Kiev.
Una guerra no puede ganarse en un solo combate decisivo y la dificultad de conquista de grandes ciudades explican el fracaso de la primera estrategia de Putin en Ucrania. Seguramente, Moscú no esperaba estar combatiendo un año después de iniciadas las hostilidades y apostaba a una Blitzkrieg de semanas o pocos meses, coronada por una “paz” hecha a su medida. Esto anuncia las dificultades a futuro, teniendo en cuenta que Ucrania tiene unas 45 ciudades populosas.
Perspectivas del conflicto
Comenzando el segundo año de guerra, todo indica que continuará sin expectativas de arribar a algún acuerdo de alto el fuego sustentable y con grandes chances de convertirse en una guerra de contrainsurgencia o irregular, con milicias que se opongan a la ocupación rusa en los territorios controlados. A esto, se suma un retroceso de Rusia en el plano internacional, en gran parte por el cerco impuesto por Estados Unidos y su política de avance de la OTAN hacia el Este desde la caída de la URSS. El punto clave del declive ruso es su pérdida de influencia geopolítica sobre áreas que controlaba -directa o indirectamente- desde el siglo XIX hasta la caída del campo soviético. En Europa, además del derrumbe de todo el bloque del Este, las repúblicas bálticas (antiguas repúblicas de la URSS) ingresaron a la UE y la OTAN, y Ucrania se convirtió en un “instrumento” de Occidente. En Asia Central, históricos aliados rusos muestran que hay avances de Turquía, la Unión Europea y, sobre todo, China. En el Cáucaso, el petrolero Azerbaiyán derrotó con armamento y mercenarios turcos a Armenia, sin recibir el auxilio decisivo de su aliado ruso.
Al intentar revertir ese proceso en Ucrania, Putin pagó el costo de enajenar definitivamente a la mayoría de la población ucraniana de cualquier acercamiento a Moscú y aumentar la influencia de la OTAN, a la que adhieren y se postulan como miembros países impensados antes de la guerra, como Suecia y Finlandia. La situación de aislamiento y retroceso acercan al Kremlin a una alianza euroasiática en la que China tenga una clara hegemonía, dejando a Rusia cristalizada como una potencia de segundo orden, quizás comparable con Irán, Pakistán o Arabia Saudita.
Sin embargo, aún con ese objetivo modesto, para los líderes rusos resulta vital una resolución favorable del conflicto ucraniano. Los más de 100 mil rusos muertos en combate -que crecerán con la extensión de la guerra- solo pueden legitimarse políticamente con una victoria (al menos parcial). En otros momentos históricos, catástrofes militares como la Guerra Ruso-Japonesa (1904), la Primera Guerra Mundial y la invasión soviética a Afganistán (1979-1989) terminaron en periodos de profunda agitación política, que pusieron en jaque regímenes políticos que, antes del conflicto, eran considerados “todopoderosos”. Esas situaciones desencadenaron dos revoluciones (1905 y 1917). La segunda, que fue exitosa, derivó en el primer Estado Obrero Socialista del mundo y la tercera llevó a la disolución de la URSS. Por el contrario, la Segunda Guerra Mundial derivó en el fortalecimiento del régimen de Iósif Stalin. ¿Qué sucederá con Putin y Rusia al finalizar la guerra en Ucrania?
¹ Tal es el caso de Bagdad en 2003, capturada por el ejército norteamericano y muchos aliados locales. Por fuera de Ucrania, la última gran ciudad tomada por un ejército fue Mosul, en Irak, a manos del Estado Islámico (ISIS). En esa ocasión, ISIS resistió con 10.000 soldados contra 80.000 de una coalición internacional (principalmente, de Irak y Estados Unidos). La ciudad, que solía tener más de un millón de habitantes, para el momento de la invasión, contaba con unos 600 mil. En ese momento, se estimaba el tiempo de captura de la ciudad en uno o dos meses de campaña, pero se estiró a los seis meses. Hacemos esta comparación para tener en cuenta el tiempo de duración de la invasión rusa con respecto a la toma de una sola ciudad para medir en términos militares el éxito o fracaso rusos en la avanzada sobre Ucrania. También están los ejemplos de Alepo en Siria o Trípoli en Libia. En esta última, el General Jalifa Haftar fue repelido luego de meses de combates.
Fuente: Omar Floyd y Santiago Montag para La tinta / Foto de portada: Reuters.