17 de febrero
La campaña política comenzó, y desde el peor de los costados. Una fija, elecciones tras elecciones, es desempolvar temas que llevan la discusión a lugares presentados como beneficiosos para lxs laburantes, pero terminan siendo nuestra propia guillotina (casi en sentido literal). Hace algunos días ocurrió el asesinato de la policía de la Ciudad Maribel Salazar. Un hombre en la estación Retiro de la línea C de subtes de la Ciudad de Buenos Aires le sacó su arma reglamentaria de la cartuchera, disparó y la oficial murió en el hospital.
De manera totalmente desvinculada al hecho ocurrido, de inmediato varios salieron a renovar sus intentos por imponer la utilización de las llamadas pistolas Taser. Vinculación absolutamente falaz, por las circunstancias del caso, ya que lo que hay que revisar en el caso de Retiro es cómo fue posible que una persona cualquiera, visiblemente alterada, tuviera la posibilidad de sacar el arma que la policía llevaba en su cartuchera y la disparara sin más.
No hay obligación más primaria para el personal policial que el cuidado de su arma reglamentaria. En la Policía de la Ciudad, la pérdida o sustracción del armamento policial, ya sea por descuido en su conservación, por negligencia o imprudencia, constituye falta disciplinaria grave. El solo hecho de que haya sido posible, en las circunstancias conocidas, sustraer el arma de la cartuchera, señala una ausencia de capacitación y entrenamiento que costó la vida de la mujer policía. El “problema” es que hubo un arma de fuego en poder de quien no estaba debidamente preparada para portarla y custodiarla -responsabilidad que no es de ella, sino de su superioridad jerárquica y mandos políticos-, cosa que portar una Taser no hubiera resuelto. En segundo lugar, todo indica que el hombre hoy detenido disparó al instante, lo que sugiere que la pistola 9 mm estaba sin seguros y con bala en recámara, en condiciones de disparo inmediato. Por algo en muchos países que nos señalan para tomar como ejemplo, la policía de proximidad, la que patrulla calles, parques, estaciones de tren o subterráneo, no porta armas de fuego, sino algún elemento contundente como los bastones extensibles de los “bobbies” londinenses. Sólo cuando hay una agresión armada, se recurre a la policía armada. Ni hablar del hecho de que uno de los disparos atravesara limpiamente el chaleco antibala. Aun a boca de jarro, un chaleco en condiciones frena o reduce altamente la lesividad.
Pero como sea, el lamentable hecho fue aprovechado por los propagandistas de las picanas portátiles Taser para volver sobre el tema, de manera que reiteramos:
Berni, sin sorpresa, dijo que “son necesarias e imprescindibles”. Coincide con su par de GBA, exiliado en uso de licencia ante los sucesivos escándalos que lo involucran, D’Alessandro, quien afirmó convencido que “esto podría haber sido controlado” con las Taser. Y para Waldo Wolff, lo que bloquea su implementación es la “ideologización” del debate. Distintas expresiones en una misma línea, que busca empujar el sentido común a la aceptación de aquello que es un consenso histórico en el rechazo a la tortura, aun cuando siga siendo una práctica llevada adelante por las fuerzas represivas en la calle, cárceles y comisarías.
Esta utilización electoral y destinada en derechizar el debate sobre las pistolas Taser, se da en un contexto en el que avanza una ola punitivista alentada por distintos espacios políticos y medios de comunicación en torno a casos que han tomado notoriedad pública en el último tiempo. Luego de las condenas a los asesinos de Fernando Báez Sosa, y a las mujeres que asesinaron a Lucio Dupuy, el nivel de detalle y morbo con el que se trataron ambos casos, generó una exigencia social de devolver el nivel de violencia sobre las personas condenadas, argumentando que fue lo que padecieron las víctimas. Un retroceso ético y moral de la civilización que incita a matar al homicida, violar al violador, torturar al torturador, en fin, comerse al canibal. Así como se intenta empujar el umbral de lo tolerable como sociedad con las Taser, alientan el revanchismo, la justicia por mano propia, y el ojo por ojo.
Pero la vara no es la misma cuando por decisiones políticas mueren chicxs de hambre, o es asesinada una nena que queda en el medio de un tiroteo entre bandas en un barrio con protección policial, como pasó con Nayla, la nena de cuatro años que recibió un disparo en el pecho en la Villa 1-11-14 (CABA).
Y esto no responde a un hecho aislado, o independiente ni de las fuerzas represivas ni de la política. Rápidamente el discurso punitivista sobre la “inseguridad” alentó la necesidad de reforzar las calles del lugar, justo días después de que, entre gallos y medianoche, el gobierno de Horacio Rodríguez Larreta anunció el arribo de 1.000 efectivos de la Policía de la Ciudad al barrio, hasta el momento “controlado” por Gendarmería Nacional. Sin embargo, para quienes integramos el campo popular hace muchos años, la dinámica de las bandas que administran el crimen organizado no es ninguna novedad. Si alguna de esas balas mataba a unx pibx que participó del enfrentamiento también hubiese sido una tragedia. Esxs chicxs son el factor “descartable”, reclutado por “mandos intermedios” para hacer el trabajo sucio. Pero si algunx de ellxs muere, la estigmatización ya disparada sobre su origen pobre impide romper el cerco de las cámaras que nunca apuntan para ese lado, salvo que les convenga. Y quienes reclutan a estxs chicxs actúan en absoluta connivencia con las fuerzas de (in)seguridad, que son quienes funcionan como garantes de estas violentas disputas territoriales, y al mismo tiempo hacen las veces de recaudadores de los verdaderos cabecillas de esta problemática social, generalmente vinculados a operadores o funcionarios políticos.
Ahí radica el verdadero problema. La bala que mató a Nayla nace en el negocio de unos pocos. Y la policía, presentada incansablemente como la milagrosa solución, es en realidad parte necesaria del problema.
No necesitamos herramientas de tortura, como las pistolas Taser. Y mucho menos, violentar aún más la vida de quienes se encuentran privadxs de su libertad. A eso se llega cuando no se conoce el infierno que se vive ahí adentro, y que ha recrudecido a partir de sucesivas leyes hacen letra de esta idea. Necesitamos entender y convencer que el día de mañana lxs destinatarixs de la descarga eléctrica, la bala de plomo, o la tortura en la cárcel podemos ser nosotrxs. Y necesitamos también políticas públicas desarrolladas e impulsadas desde lugares de decisión por militantes populares que aborden esta problemática desde distintos enfoques, pero todos en función de los intereses de quienes ponen el cuerpo y la vida día a día, y no de la recaudación de los mismos de siempre.
Fuente: correpi.org